viernes, 18 de marzo de 2011

“DE UN MUNDO RARO”


El libro de mis adioses y el adiós a los libros


“FAHRENHEIT 451” (1953) ME EXPUSO A LA FICCIÓN DE UNA SOCIEDAD SIN LIBROS. Pero aun cuando todavía me parece percibir la chamusquina de libros que humea desde sus páginas, no tuve que esperar a leer esta angustiante novela de Ray Bradbury para aquilatar la irremplazable presencia de los libros.

Mi vida como cultor del libro y la lectura ha tenido episodios diversos que la han marcado.


Una primera ya ha sido contada desde esta misma ventana: Mi preoperatorio y convalecencia infantiles sumergido entre mis libros más amados, entre ellos la epopeya náutica “Veinte mil leguas de viaje submarino” de Jules Verne. Pero algunas de ellas tienen que ver con pérdidas irreparables.


Recuerdo una primera vivida cuando me mudé de Lima a Comas, deje cuatro cajas de detergente grandes depositarias de mis adoradas joyas entre libros y comics en la antigua casa de los abuelos maternos al cuidado de una persona supuestamente de confianza. Todo ese acervo se perdió irremediablemente y con este hecho los mejores recuerdos que cerraron mi etapa bibliófilo infantil.


En una segunda me visualizo ya adulto y rodea las discusiones con una dama con quien anduve en un romance fallido, y quien particularmente me desilusionó por su actitud reacia a la lectura, pues resultó incapaz de compartir sus afectos con mi pasión desmedida por los libros, al extremo que en una de sus más afiebradas amenazas me advirtió que podía ser capaz de sacar mis libros y venderlos en una cachina improvisada. Sin pensarlo dos veces me quede con mis preciados libros y le dije adiós.


La sensación de la perdida la sufrí en carne propia nuevamente cuando se produjo la desaparición de parte de mi preciada biblioteca por manos de un familiar angustiado por dinero fácil y a quien no perdone aun cuando ya no pertenece al reino de este mundo. Igual fue cuando algunos ladroncillos de poca monta robaron algunos de mis libros, junto a mi computadora que se llevó con el disco duro rebosante de producción intelectual y de la cual hablaré en otro aparte.


Tres incidentes más dramáticos me fueron confiados por personas muy cercanas, un primer relato da cuenta del robo mayúsculo de gran parte de la biblioteca de mí mejor amigo, poeta y gran difusor cultural, en manos de una gavilla de fumones con quienes después negoció su parcial recuperación. Una historia siguiente da cuenta del incendio accidental del dormitorio de un viejo militante en el altillo de su casa familiar lo que produjo la incineración de su gran colección de marxismo formado por cientos de volúmenes y que le arrebató para siempre la sonrisa y la cordura. Una narración final me lleva a la materialización de la amenaza que sufrí de mi ex bien amada en la experiencia de un antiguo amigo trujillano, antropólogo y hombre de teatro, que vivió la pesadilla de ver toda su biblioteca vendida al peso por la vendetta de la mujer celosa.


Pero asi como asistí, directa e indirectamente, a la perdida de libros, debo confesar que me asiste el tremebundo temor de perderlos, ya no solo a los míos, sino a los que reúne una biblioteca pública o una colección privada que aun cuando esta enajenada de antemano (y que muchas veces, por la pasión mórbida de los bibliómanos, nadie llega a conocer jamás).


En general mi mayor pesadilla no es la pérdida irremediable de los libros como existencia física, es sobre todo en su existencia social y cultural, es decir como medio por excelencia desde el siglo XIV de todo vestigio humano, de la huella indeleble de su intelectualidad.


Por eso tiemblo sin mayor recato ante la imaginación de Bradbury, leo y visualizo de sus textos esa pira increíble de libros acumulados, la llama azul que se desprende de su holocausto, la agónica rosa de fuego de sus restos ahogada en medio de la ceniza, todo eso que nos estremeció en las imágenes tan bien logradas por François Truffaut en su adaptación de la novela de Bradbury (1966) y que vi por primera vez en el cine club de la Biblioteca Nacional, cuando esta funcionaba entre ambulantes y la fumarolas de los viejos buses General Electric que circulaban por la Av. Abancay.


Es más, hay otras escenas de filmes que me rememoran este temor terrible al adiós de los libros, por ejemplo acompañé con el corazón acongojado las lágrimas de impotencia de la bella Cleopatra al ver arder la Biblioteca de Alejandría en manos de los invasores romanos como castigo a su amorío con el César; o la desesperación de Guillermo de Baskerville en El nombre de la rosa de Umberto Eco desafiando las llamas para intentar salvar de la destrucción los incunables libros de la biblioteca de la rica abadía, o cuando veo con mis hijos la repetición enésima del film Indiana Jones y la Última Cruzada, y estos -menos discretos que su padre- mascullaban maldiciones o protestas ante una escena fáustica en donde el llamado “festival de la raza aria” se abría con el descomunal sacrificio de miles de libros sospechosos o acusados de ser escritos por judíos, en el altar dispuesto a ensalzar la locura y la estupidez (y viceversa) del caudillo del III Reich.


Pero he caído en cuenta que no sólo me preocupa la desaparición física del libro, pues aún nos queda el consuelo de su supervivencia a través de la memoria o…del recurso electrónico. Si, mis queridos lectores y lectoras, del recurso electrónico pues me confieso propietario de uno de esos artefactos de marca Sony, un e-reader. Lo adquirí por el desconsuelo de los viajes y la privación de la lectura, y en su pálida pantalla blanquecina puedo hacer un remedo de lectura que no es lo mismo que leer de las páginas amadas de un libro impreso, aunque al igual, me rinde al ritual privado de la lectura.


En cambio debo decirles que soy contrario a quienes aseguran que este tipo de inventos de la microelectrónica lleguen a cumplir su pretendido reemplazo del libro impreso, de ese amado objeto de papel con olor y vida propia, donde su tibieza nos invita al abrazo, que permanece esperándonos en la mesa de noche, o abrigado debajo de la almohada, o cubre nuestras paredes, pisos y habitaciones, con anaqueles y libreros, o sin ellos. Ese este el libro que conocí desde mi infancia, mientras me ocultaba en el desván de la casa paterna durante las visitas dominicales, leyendo libros envueltos en la pátina del tiempo, aderezados en polvo y telaraña, que esperaban estoicamente que alguien los rescate de su ingrato olvido.


Pero reafirmo que los libros son entes muy especiales, con vida propia, desde cuando pude comprarlos descubrí que se reproducían por abiogénesis, pues traías uno a casa y se apilaban al poco tiempo en todo lugar ocupable en una presencia inconmensurable e indetenible. El libro no es pues un simple objeto sino un amigo fiel que nos da el afecto de sus páginas e historias, un sucedáneo (aunque temporal) de los amores idos. El libro tiene una existencia imponderable, perfectamente material y humana, al cual debo coger y oler, llevarlo al oído para saber que nos dice antes de leerlo como cuando descubrimos a la vera de la playa una mágica caracola que nos hace escuchar el mar, y que inclusive tal es la confianza que nos toma que hasta sentimos que nos llama por nuestro nombre o murmullando el suyo, ese su título famoso grabado en su lomo, pues hasta nos habla en un idioma que sólo quien los ama puede entenderlo.


De allí que me siento uno de los conjurados para conservar los libros, como en Fahrenheit 451, y estoy dispuesto para salvaguardarlos al costo de mi memoria no tan privilegiada, un libro entero, declamando o mejor salmodiando la prosa entera de El Quijote, El Aleph o El Corán. O tal vez sea algo más modesto y prefiera un libro más breve de cuentos o quizás un poemario. De repente he dado el paso definitivo para escoger mi propio camino de Damasco, en la alegoría más cercana y a la vez más difícil, que es la del oficio del crítico literario, o de quien escribe una reseña o una nota bibliográfica o quien pergeña en unas pocas líneas acerca del libro descubierto o que los rememora en una simple evocación coloquial como esta.


El libro, sea cual fuere su forma, permanecerá, la lectura es un medio no solo de aprendizaje, es un ritual donde conservamos en nuestra esencia de seres humanos. Es aquello que no podrán arrebatarnos ni siquiera los chimpancés experimentales que alguna vez fueron enseñados a hablar en yerkés, un lenguaje no convencional que de alguna manera los enseñaron a leer y comunicarse a partir de símbolos y colores. De allí que frente al enorme riesgo de su desaparición física, del fin de su existencia social y cultural, es mucho más rotundo el peligro de su extinción cognitiva. El libro es expresión de singulares procesos mentales, de nuestro ser y conciencia, de todo aquello que construimos como saber a lo largo del tiempo.


Los prolegómenos de un libro se encuentran en el pensamiento, en el análisis y la síntesis, en la imaginación y la creatividad, sea este resultado una compleja teoría filosófica, una abstracción matemática, o el sofisticado ejercicio de la creación literaria.

Pero es más, la obra humana que alcanza el estatus de libro evidencia un nuevo proceso de transformación, al convertirse de un producto individual, acto de conocimiento, ergo, de la investigación científica, en un artefacto social, que los cánones de la ciencia, de las artes o de la comunicación revierte a la sociedad, asegurando su difusión, perpetuando –en caso de tratarse de una obra maestra- este mediante su aceptación colectiva como patrimonio universal. Esto no ha cambiado substancialmente a lo largo de los siglos de historia que nos anteceden, y no cambiarán en los siguientes, aun cuando el libro como tal desaparezca de su forma actual, se mimetice o simplemente se transforme como lo hizo desde su aparición en el horizonte de la humanidad.


El libro ha sufrido una evolución permanente que implicó una revolución cuando el viejo Johannes Gutenberg inventó la imprenta de tipos móviles y reemplazó los viejos libros de la antigüedad escritos por copistas en piel y pergaminos, por los libros modernos que en sus versiones perfeccionadas hoy conocemos para nuestro beneplácito. Hoy, la tecnología de estos tiempos amenaza al libro con la extinción o su reemplazo por otros artilugios. Es por todo lo anterior que ante el nuevo imperio de la digitalización, irrumpe la profecía del Nobel Mario Vargas Llosa, quien sostiene que frente a esta amenaza que declara la obsolescencia del libro impreso, afirma desde una posición de resistencia que “El libro de papel no va a desaparecer enteramente, como dijo Bill Gates. Siempre habrá un sector minoritario, casi clandestino, que va a mantener el libro de papel”. Pero esta resistencia, digna de un caballero de la cultura como MVLL no será necesaria, pues aún no está escrito el momento de la historia donde debemos rendir el adiós a los libros.


El libro va más allá de la propia humanidad. Por una suerte de misterio indescifrable está ligado profundamente al mundo material e inmaterial. El maestro Jorge Luis Borges nos legó al respecto un cuento memorable “La biblioteca de Babel”, donde evidencia la compleja vinculación del libro con las leyes que gobiernan el universo, nuestro mundo y la trama intrincada de la propia naturaleza, incluida la del hombre. Nexos construidos matemáticamente a partir de los significantes y significados de lo que contiene un libro en su estructura y esencia.


Es por eso que creemos que el libro y la lectura tradicionales, que han acusado una crisis por los nuevos lenguajes de la modernidad, ha salido victoriosa pues han logrado una simbiosis con todo lo existente, y está presente en otras formas de libro y lectura, aun en aquella que prescinde del texto y se codifica en imágenes e íconos, aquellas que nuestros niños y jóvenes prefieren “leer” en lugar de los encriptados símbolos escritos que están atrapados en un simple libro. Pero somos esperanzados que el libro clásico que nos ha legado la historia moderna regresará, es más, renacerá como el fénix, cesando los amagos de esa vital agonía del libro impreso que hoy nos conmueve. Entonces y solo entonces, el supuesto de su irremediable finitud será una historia más, y será De te fabula narratur, como Horacio lo dijo, una historia que hablará de ti lector, y que por tanto, como en “La historia sin fin” el libro de Michael Ende que leía a mis hijos, se convertirá en material de un nuevo libro interminable.



jueves, 10 de marzo de 2011

“DE UN MUNDO RARO”



"With a Little Help from My Friends"


(Para Sebastián Salvador, “El Magnífico”)


¿BEATLES O ROLLING STONES? REZABA LA PREGUNTA INEVITABLE. Ambos me gustaban, mi juvenil rebeldía, imbuida de mi natural desenfado, de mi alpinchismo urbano y popular me llevaban inobjetablemente a ser partidario de la crápula de Mick Jagger y Keith Richards. Pero había algo en la música de Los Beatles que me convocaba, que me atrapaba cual sinfonía de las estrellas, algo que no supe sino hasta mucho después cuando Oscar, mi hermano menor (ahora dentista y escrupuloso fanático de los CD originales) me enseñara con la erudición del iniciado: Las etapas de (re) evolución de la Fab Four y su significado.


Lo que aconteció en el mundo durante su corto reinado fue suficiente para hacer de Los Beatles algo más que un grupo musical emblemático. En su época fue icono de una generación, porta estandarte de un sentimiento sublime, algo que fue más que una moda para convertirse en expresión de un movimiento cultural que no se detiene.

Quienes corresponden, en sentido estricto, a aquella generación que los vio surgir, se darán perfecta cuenta que ese decenio, llamado con justicia “La década prodigiosa” combinó no solo cambios sociopolíticos, entre una mayor apertura a la libertad personal y la individuación, la reivindicación de la sexualidad entre otras dimensiones de la esfera de lo privado, y por supuesto la lucha por los derechos civiles de los afroamericanos que costó el sacrificio de Martin Luther King, Jr., o los magnicidios del Presidente John F. Kennedy y su hermano Robert, y por supuesto la Guerra de Vietnam, sin mencionar otros episodios que marcaron la era como el mayo francés de 1968.

Pero sobre todo debemos afirmar que también el horizonte cultural derivó, en medio de la psicodelia y el nacimiento de las grandes bandas de rock entre otros géneros y estilos musicales modernos, además de convertirse en una amalgama generacional, en un movimiento de ribetes contraculturales y hasta anti sistémicos inimaginables desde ritmos y corrientes anteriores, El rock and roll y sus variantes se convirtieron entonces en una marca social de los tiempos modernos que hasta hoy troquela nuestra identidad.

La música de este periodo (las otras artes como la plástica o el cine bien merecen capítulo aparte), se elevó no solo por su calidad excepcional. Le debe a la moderna industria cultural y los mass media, su ascenso desde una perspectiva global. Pero muchas aguas corrieron bajo el puente, incontables grupos de impacto surgidos al compás de la moda fabricada, brillaron en la constelación de las estrellas pero con efímera permanencia, otros grupos tuvieron menos suerte pese a lo interesante de su propuesta y no pudieron llegar a convertirse en el fenómeno de arraigo de masas de estos cuatro jóvenes nacidos en hogares blue collars, es decir de origen obrero y popular, en un puerto de segundo orden para una potencia marítima históricamente como Inglaterra, y cuyo crecimiento como Ciudad mercantil marítima fue por ser centro durante el siglo XVIII en el tráfico de esclavos y el comercio con las Indias Occidentales. No fue sino hasta la aparición de The Beatles que esta ciudad dio más que hablar que una andanada de todos los cañones de la real armada inglesa. Y así fue mientras duró.

Por todo lo anterior no me interesa volver a la cantaleta acerca del porque se separaron, algo no andaba bien en la banda, ¿celos entre John y Paul, el liderazgo indiscutible de John, o la búsqueda de un mayor protagonismo de Paul, o el interés de George por emprender su propio camino, o el hastío de Ringo por casi nunca tomado en serio o, como se suele decir con simpleza, la irrupción de Yoko Ono en la vida de John? Pamplinas, The Beatles fue un grupo como todos, con un origen, apogeo y declive, donde los muchachos dieron lo que debían dar en los pocos años que se alinearon frente a un escenario en vivo, o experimentando con la música hindú o el cannabis en su música de laboratorio, donde cada matiz, cada travesura o innovación venida de su performance aun nos sorprende 50 años después, a punto tal que al escucharlos, como solo lo hacemos en nuestras audiciones de Mozart, Beethoven o Tchaikovski. Aun a riesgo de parecer un exagerado, debo proclamar aquí que The Beatles constituyen la nueva música clásica (junto con el jazz) desde el siglo XX en adelante.

Ciertamente, cuando tengo la ocasión de escucharlos con reverencia cada cierto tiempo, puedo entender a quienes los vivieron en su momento, en su nostalgia al verlos en algún video en blanco y negro, y con quienes comparto -pese a su imposibilidad- el frustrado sueño de verlos reunidos nuevamente, del que nos despertara groseramente el imbécil de Mark David Chapman cuando nos arrebató con los disparos de su mente dislocada la vida de John, mi beatle preferido, o cuando más tarde, el indolente cáncer derrotó a un George Harrison, siempre de perfil bajo pero de notoria influencia en el grupo y de enorme calidad musical individual. Pero sin duda, la herencia mayor que nos legaron fue su música imperecedera, aquella que aun guía nuestros pasos y constituye el espíritu que nos reconforta y alienta hoy en día.

Como olvidar acaso a mi hijo Sebastián, a quien identifico con “Ob-La-Di, Ob-La-Da” que tan bien se sabe y canta con convicción en su incipiente inglés desde sus días de infante desdentado, y no menciono otros temas que cada vez que escucho me reafirman en mi correcta elección de la respuesta que di a otros amigos más agresivos que yo en sus gustos musicales. Por eso, escuchando la canción cuyo título da nombre a este artículo, tanto en la versión inocentona que grabara Ringo que aparece en el mítico larga duración Sargeant Peppers Lonely Hearts Club Band, como en la fuerza desgarradora que nos entregara el viejo Joe Cocker de quien no olvidamos su interpretación de este tema en Woodstock (1969) y que no nos cansamos de repetirla en un gastado vídeo, caemos en cuenta que somos parte de aquellas almas lábiles que también requieren auxilio: What do iI do when my love is away/Qué hago cuando mi amor se ha ido/(Does it worry you to be alone/¿Te preocupa estar solo?) How do I feel by the end of the day/¿Cómo me siento al final del día (Are you sad because you're on your own/¿Estas triste porque estás solo?) No, I get by with a little help from my friends/No, me las arreglo con un poco de ayuda de mis amigos. Y es que sin roche alguno podemos decir siempre “Con una pequeña ayuda de mis amigos”, como canta la canción, para recordarnos que somos humanos, y que con una ayudita de nuestros amigos, nunca nos va ir tan mal.

viernes, 4 de marzo de 2011

"DE UN MUNDO RARO"



Sábado chico

(Para Rodrigo Alejandro)

QUÉ TIPO DE SORTILEGIO PERSIGUE LOS DÍAS DE LA SEMANA. Recuerdo que cuando niño vivía atrapado entre las angustias de los lunes y mi petit melancolía de los domingos por la tarde. Razones no me faltaban, levantarse en los inciertos inviernos limeños con frío y llovizna de calabobos los innumerables lunes de la vida escolar, y tener que meditar sobre lo irremediable de tal ritual por las tardes dominicales, cuando la vida recién se empieza a saborear y donde aún no se han disipado los efluvios del sábado por la noche. En una frase simple, se trataba de un ajuste de cuentas entre la libertad y su privación social. Nada de lo que vivíamos tan despreocupadamente en tan contadas horas del fin de semana podían compensar el encierro y la obligación de las horas dedicadas a una institución represiva y poco grata como la escuela. Pero cómo ansiábamos que llegue el timbrazo final de los viernes, de ese jolgorio consensuado y explosivo del fin de la jornada escolar. Viernes, sábado y domingo se desataban entonces como el imperio increíble del ocio más desembozado, del desenfreno adolescente (en sus límites permisibles, claro está), en el cambalache del plomo y triste uniforme por los jeans, el polo colorinche y las zapatillas, todo se tornaba parte de una misma metamorfosis, de una muda de sierpe de monte, el reemplazo breve del plumón de pajarillo en alas de rapaz, del trastoque de hábitos y sueños que acababan cual fairy tale en menos de 72 horas. Al final, arrastrando los pies y las ganas, luego del baño obligado como para sacudirnos los últimos resabios de la pereza juvenil, acostados en la cama, mirando de lejos el uniforme de nuestra penitencia colgado en exposición, cerrábamos los ojos pensando en que los próximos días de tortura pronto acabarían para dar paso a la siguiente licencia semanal con su dosis exagerada de permanencia en la cama, TV, cine, juego de pelota y playa, y si acaso se brindaba, el “tono” cumpleañero con la patota de los amigos inolvidables, pares y testigos de nuestros alborotos hormonales.


Las fiestas, quinceañeros, bautizos o santos, eran oportunidad inmejorable para refocilar la panza con bebidas y comidas gratis, pero sobre todo para espiar a las chicas del barrio y balnearios vecinos. Justo en la edad en las cuales las patitas feas, escuálidas y desplumadas, se convertían entre noches y días breves en bellos cisnes, en ese tránsito memorable y siempre sorprendente que las transforma de niña en mujer. Y esta historia se repite hasta cuando dejada atrás la vida escolar, por uno u otro motivo debemos alejarnos de la vida muelle de nuestra juventud para empezar a enfrentar los retos de la adultez. Qué difícil es partir entonces, dejamos tras nosotros años de bullicio y franca irresponsabilidad, sean los estudios en la universidad o los primeros trabajos, sentimos de manera inobjetable que nuestra vida cambio radicalmente. A punto que a veces caemos en cuenta que nuestra vida se ha convertido en el límite sensible de la ausencia y el retorno. Ausencia, de los lugares y relaciones que frecuentábamos cuando éramos jóvenes y despreocupados, y siempre en búsqueda de retorno, aun con los imposibles de retomar aquella etapa de dispendio y goce, que solo vive en el desván de lo que nos conmueve. Nunca más vi a la chica más guapa de la matinée, aquella castañita pecosa con cerquillo, de dientes de mazorca con brackets disimulados y ojos grandes sin anteojos, que reía con sinceridad perdonando nuestros inseguros pasos de baile, que se dejó tomar las manos temblorosas entre el jardincito y la calle, que nos guío también inexperta pero segura en el primer beso tibio y fresco que nos dimos, y de quien guardamos en la memoria su olor tenue a violeta y su sabor inconfundible a chicle globo. No sabemos que fue de su vida después de aquellos años, de aquellas tardes que nos encontrábamos con el pretexto de la cola del pan, y nos perdíamos entre el tráfago de la calle y el anonimato del parque del barrio contiguo. Sólo sé que crecimos y nos fuimos ausentando. Las últimas veces la vi usando unas gafas de intelectual y dentadura sin frenillos (asunto que mi lengua ansiosa se encargó de averiguar). La sentí más mujer al dictamen de mis manos que en su agitado recorrido testearon un busto más grande y firme. Pero ella también maduraba rápidamente en inteligencia y madurez emocional. Recuerdo que la escuché absorto en su firme propósito de convertirse en abogada e irse a vivir al sur junto a su tía, confesiones de invierno que le oí decir mirándome con sus ojos tristísimos, mientras besaba tiernamente su boca y acariciaba su las espigas de bronce de su cabello, mientras con anticipado sentido de la pérdida contemplaba con resignación sus caderas cada vez más definidas y rotundas, y dentro de poco también ajenas. Al final ella se marchó, asi como yo tome mi mochila y me decidí por el difícil camino de ser un joven adulto responsable de mis designios y comprometido socialmente. Trascurrió el tiempo, los años se deshojan como los árboles en otoño, y si algunas veces volví a mi viejo barrio de la infancia, de mercado palpitante y de bodega con pulpero chino y panadería de italianos, nunca supe si ella volvió por estos lares, ¿Chi lo sa? Tal vez con el cielo de años que ahora nos separan debo imaginar que ahora ya es madre de hijos de casi la misma edad de cuando me dio a guardar su pañuelo estampado con su beso de sherry, cuando me hizo prometer que jamás le diría a nadie de nuestro romance sabatino y aceptó la sortija de fantasía y perla falsa que me dispendió mi abuela confidente. A veces me pregunto, ahora adulto, ¿dónde está ella ahora, qué será de su vida?


Pero como la vida suele ser una caja de sorpresas el día menos pensado me dé la respuesta como un rayo en medio de un cielo sereno y despejado, tal vez la vea aparecer en el lugar más impensado, algo más alta y gruesa, con el mismo cerquillo desordenado de su melena al viento, caminando muy segura de si, llamándome por mi nombre y sonriéndome con sus dientes albos en medio de su traje sastre de cuidado corte, y con sus ojos grandes diciéndome que me veo bien, y que ella también hace lo que puede para seguir conservando ese su aire cándido y feliz. Y tal vez me pregunte si no lo he reparado hoy es viernes, sábado chico, como los vividos antes, y que es momento de tomarse un buen café o una copa de vino, para empezar a vivir nuevamente… Pues la vida sigue pareciéndose a ese preludio colegial que esperábamos todas las semanas, apenas escuchado el timbre final de las clases, saliendo a trompicones entre el estrépito jubilar de miles de gargantas juveniles, huida perfecta hacia nuestra privada libertad, aun a costa del estropicio impenitente, de la alegre muchedumbre que brotaba cual río desbordado, cual bandada frenética de aves surgidas en medio de las rocas donde rompen las olas, en la ciudad donde se empezaba por despuntar la tarde entre las luces de los postes de alumbrado y de los autos, que se anunciaba indetenible en los taciturnos flecos del sol cómplice que bañaba los patios de todos los colegios, de todos los viernes, de todos los años, de todos los mundos.