domingo, 19 de junio de 2011

DE UN MUNDO RARO

RECUERDOS DE UN MUCHACHO ATLÉTICO


Si hay algo sublime que me hace recordarlo es la importancia de la justicia. Mi padre fue un hombre del derecho, un caballero de la ley. Fue abogado, y luego juez de trabajo, y aun cuando cesó en sus funciones como magistrado, nunca se jubiló pues su vida nunca dejó ese apego infranqueable por la justicia. Yo aprendí mis primeras nociones justicieras a su lado. Y aunque decidí no ser abogado porque me apasionaban otras disciplinas, mi cultura jurídica se enriqueció mucho de su contacto, de escucharlo contarme sus experiencias, de leer algunos de sus libros de jurisprudencia (o intentarlo).


Lo primero que recuerdo de mi padre es su caminar rápido y su maletín de cuero, sus maneras correctas y hasta elegantes, su pulcra presencia y su gesto algo cursi de levantar el meñique al tomar una copa que hoy desaprobaría Frieda Holler. Y por cierto, su aparente severidad que descubrí que era un buen artificio para ocultar el chiquillo travieso que siempre había sido. Me encantaba escuchar a mis tíos hablar del legendario “Chakis”, nombre por asi bautizado en ese común pésimo inglés de la infancia, y que tal vez aludía a algún héroe olvidado del western, pero que sirvió para que se autobautizará asi dentro de la palomillada que recorría las calles de Huanta. Entre trompeaduras mayúsculas y cocobolos de cera recogidos de los altares y desprendidos desde una soguilla en las cabezas de las pobres beatas, las excursiones en huertas ajenas y sus chapuzones en los ríos sin más atuendo que su audacia y su grito desafiante llamándose a sí mismo, muchacho atlético a pesar de ser escuálido y pequeño. Asi fue mi padre en su infancia, etapa que compartió entre travesuras y desafíos en el internado de los redentoristas franceses donde estudio toda su vida y de la cual salió convencido que sería sacerdote, aunque esta es otra historia que alguna otra vez he de contar.


Lo recuerdo también en su gula espléndida en las mesas de cualquier lugar, con la posterior marea alcalina que a ambos nos invitaba a una siesta alternada. Como olvidar su descuidado francés entre sagrado y profano entremezclado con el latín y los juramentos de carretero aprendido de los curas en la escuela, pero sobre todo en el culto casi adictivo por la música clásica. Beethoven, Tchaikovski, Chopin fueron parte nuestro menú dominical cuando en la vieja Grundig colocábamos los antiguos discos de vinilo con los que nos agasajábamos en audiciones inolvidables. Aun puedo escuchar en mis oídos como si fueran ayer los acordes memorablemente majestuosos de la Coral, la Sinfonía Nº 9 Opus 125 en re menor, la última sinfonía del genio de Bonn rematado con esos versos de Schiller, la Oda a la alegría, desde los cuales aprendí a amar a la humanidad a través de la poesía.


Asi pues, lo recuerdo con viva alegría, aunque la mayor parte de mi vida yo no viví con él. Fue una presencia lejana pero las veces que estuvimos juntos siempre me iba dejando una lección de vida imborrable. Y es que a veces los hijos terminamos por idealizar un poco a nuestros padres, pensar que son seres demasiado especiales, que ciertamente los son, pero los erigimos sin estatua ecuestre como nuestros héroes, o les conferimos modernamente superpoderes que no poseen. Es por eso que aun cuando aun cuando valoro lo poco que pude gozar de él, todavía debo confesar que fui algo injusto, mucho más severo que el mismo con mi persona, que yo mismo me equivoque al juzgarlo en sus decisiones aun cuando siempre pensé que el fue quie se equivocó conmigo, pero sobre todo por no comprender que por encima de todas las cosas fue un ser humano: Chava, mi padre.