viernes, 18 de marzo de 2011

“DE UN MUNDO RARO”


El libro de mis adioses y el adiós a los libros


“FAHRENHEIT 451” (1953) ME EXPUSO A LA FICCIÓN DE UNA SOCIEDAD SIN LIBROS. Pero aun cuando todavía me parece percibir la chamusquina de libros que humea desde sus páginas, no tuve que esperar a leer esta angustiante novela de Ray Bradbury para aquilatar la irremplazable presencia de los libros.

Mi vida como cultor del libro y la lectura ha tenido episodios diversos que la han marcado.


Una primera ya ha sido contada desde esta misma ventana: Mi preoperatorio y convalecencia infantiles sumergido entre mis libros más amados, entre ellos la epopeya náutica “Veinte mil leguas de viaje submarino” de Jules Verne. Pero algunas de ellas tienen que ver con pérdidas irreparables.


Recuerdo una primera vivida cuando me mudé de Lima a Comas, deje cuatro cajas de detergente grandes depositarias de mis adoradas joyas entre libros y comics en la antigua casa de los abuelos maternos al cuidado de una persona supuestamente de confianza. Todo ese acervo se perdió irremediablemente y con este hecho los mejores recuerdos que cerraron mi etapa bibliófilo infantil.


En una segunda me visualizo ya adulto y rodea las discusiones con una dama con quien anduve en un romance fallido, y quien particularmente me desilusionó por su actitud reacia a la lectura, pues resultó incapaz de compartir sus afectos con mi pasión desmedida por los libros, al extremo que en una de sus más afiebradas amenazas me advirtió que podía ser capaz de sacar mis libros y venderlos en una cachina improvisada. Sin pensarlo dos veces me quede con mis preciados libros y le dije adiós.


La sensación de la perdida la sufrí en carne propia nuevamente cuando se produjo la desaparición de parte de mi preciada biblioteca por manos de un familiar angustiado por dinero fácil y a quien no perdone aun cuando ya no pertenece al reino de este mundo. Igual fue cuando algunos ladroncillos de poca monta robaron algunos de mis libros, junto a mi computadora que se llevó con el disco duro rebosante de producción intelectual y de la cual hablaré en otro aparte.


Tres incidentes más dramáticos me fueron confiados por personas muy cercanas, un primer relato da cuenta del robo mayúsculo de gran parte de la biblioteca de mí mejor amigo, poeta y gran difusor cultural, en manos de una gavilla de fumones con quienes después negoció su parcial recuperación. Una historia siguiente da cuenta del incendio accidental del dormitorio de un viejo militante en el altillo de su casa familiar lo que produjo la incineración de su gran colección de marxismo formado por cientos de volúmenes y que le arrebató para siempre la sonrisa y la cordura. Una narración final me lleva a la materialización de la amenaza que sufrí de mi ex bien amada en la experiencia de un antiguo amigo trujillano, antropólogo y hombre de teatro, que vivió la pesadilla de ver toda su biblioteca vendida al peso por la vendetta de la mujer celosa.


Pero asi como asistí, directa e indirectamente, a la perdida de libros, debo confesar que me asiste el tremebundo temor de perderlos, ya no solo a los míos, sino a los que reúne una biblioteca pública o una colección privada que aun cuando esta enajenada de antemano (y que muchas veces, por la pasión mórbida de los bibliómanos, nadie llega a conocer jamás).


En general mi mayor pesadilla no es la pérdida irremediable de los libros como existencia física, es sobre todo en su existencia social y cultural, es decir como medio por excelencia desde el siglo XIV de todo vestigio humano, de la huella indeleble de su intelectualidad.


Por eso tiemblo sin mayor recato ante la imaginación de Bradbury, leo y visualizo de sus textos esa pira increíble de libros acumulados, la llama azul que se desprende de su holocausto, la agónica rosa de fuego de sus restos ahogada en medio de la ceniza, todo eso que nos estremeció en las imágenes tan bien logradas por François Truffaut en su adaptación de la novela de Bradbury (1966) y que vi por primera vez en el cine club de la Biblioteca Nacional, cuando esta funcionaba entre ambulantes y la fumarolas de los viejos buses General Electric que circulaban por la Av. Abancay.


Es más, hay otras escenas de filmes que me rememoran este temor terrible al adiós de los libros, por ejemplo acompañé con el corazón acongojado las lágrimas de impotencia de la bella Cleopatra al ver arder la Biblioteca de Alejandría en manos de los invasores romanos como castigo a su amorío con el César; o la desesperación de Guillermo de Baskerville en El nombre de la rosa de Umberto Eco desafiando las llamas para intentar salvar de la destrucción los incunables libros de la biblioteca de la rica abadía, o cuando veo con mis hijos la repetición enésima del film Indiana Jones y la Última Cruzada, y estos -menos discretos que su padre- mascullaban maldiciones o protestas ante una escena fáustica en donde el llamado “festival de la raza aria” se abría con el descomunal sacrificio de miles de libros sospechosos o acusados de ser escritos por judíos, en el altar dispuesto a ensalzar la locura y la estupidez (y viceversa) del caudillo del III Reich.


Pero he caído en cuenta que no sólo me preocupa la desaparición física del libro, pues aún nos queda el consuelo de su supervivencia a través de la memoria o…del recurso electrónico. Si, mis queridos lectores y lectoras, del recurso electrónico pues me confieso propietario de uno de esos artefactos de marca Sony, un e-reader. Lo adquirí por el desconsuelo de los viajes y la privación de la lectura, y en su pálida pantalla blanquecina puedo hacer un remedo de lectura que no es lo mismo que leer de las páginas amadas de un libro impreso, aunque al igual, me rinde al ritual privado de la lectura.


En cambio debo decirles que soy contrario a quienes aseguran que este tipo de inventos de la microelectrónica lleguen a cumplir su pretendido reemplazo del libro impreso, de ese amado objeto de papel con olor y vida propia, donde su tibieza nos invita al abrazo, que permanece esperándonos en la mesa de noche, o abrigado debajo de la almohada, o cubre nuestras paredes, pisos y habitaciones, con anaqueles y libreros, o sin ellos. Ese este el libro que conocí desde mi infancia, mientras me ocultaba en el desván de la casa paterna durante las visitas dominicales, leyendo libros envueltos en la pátina del tiempo, aderezados en polvo y telaraña, que esperaban estoicamente que alguien los rescate de su ingrato olvido.


Pero reafirmo que los libros son entes muy especiales, con vida propia, desde cuando pude comprarlos descubrí que se reproducían por abiogénesis, pues traías uno a casa y se apilaban al poco tiempo en todo lugar ocupable en una presencia inconmensurable e indetenible. El libro no es pues un simple objeto sino un amigo fiel que nos da el afecto de sus páginas e historias, un sucedáneo (aunque temporal) de los amores idos. El libro tiene una existencia imponderable, perfectamente material y humana, al cual debo coger y oler, llevarlo al oído para saber que nos dice antes de leerlo como cuando descubrimos a la vera de la playa una mágica caracola que nos hace escuchar el mar, y que inclusive tal es la confianza que nos toma que hasta sentimos que nos llama por nuestro nombre o murmullando el suyo, ese su título famoso grabado en su lomo, pues hasta nos habla en un idioma que sólo quien los ama puede entenderlo.


De allí que me siento uno de los conjurados para conservar los libros, como en Fahrenheit 451, y estoy dispuesto para salvaguardarlos al costo de mi memoria no tan privilegiada, un libro entero, declamando o mejor salmodiando la prosa entera de El Quijote, El Aleph o El Corán. O tal vez sea algo más modesto y prefiera un libro más breve de cuentos o quizás un poemario. De repente he dado el paso definitivo para escoger mi propio camino de Damasco, en la alegoría más cercana y a la vez más difícil, que es la del oficio del crítico literario, o de quien escribe una reseña o una nota bibliográfica o quien pergeña en unas pocas líneas acerca del libro descubierto o que los rememora en una simple evocación coloquial como esta.


El libro, sea cual fuere su forma, permanecerá, la lectura es un medio no solo de aprendizaje, es un ritual donde conservamos en nuestra esencia de seres humanos. Es aquello que no podrán arrebatarnos ni siquiera los chimpancés experimentales que alguna vez fueron enseñados a hablar en yerkés, un lenguaje no convencional que de alguna manera los enseñaron a leer y comunicarse a partir de símbolos y colores. De allí que frente al enorme riesgo de su desaparición física, del fin de su existencia social y cultural, es mucho más rotundo el peligro de su extinción cognitiva. El libro es expresión de singulares procesos mentales, de nuestro ser y conciencia, de todo aquello que construimos como saber a lo largo del tiempo.


Los prolegómenos de un libro se encuentran en el pensamiento, en el análisis y la síntesis, en la imaginación y la creatividad, sea este resultado una compleja teoría filosófica, una abstracción matemática, o el sofisticado ejercicio de la creación literaria.

Pero es más, la obra humana que alcanza el estatus de libro evidencia un nuevo proceso de transformación, al convertirse de un producto individual, acto de conocimiento, ergo, de la investigación científica, en un artefacto social, que los cánones de la ciencia, de las artes o de la comunicación revierte a la sociedad, asegurando su difusión, perpetuando –en caso de tratarse de una obra maestra- este mediante su aceptación colectiva como patrimonio universal. Esto no ha cambiado substancialmente a lo largo de los siglos de historia que nos anteceden, y no cambiarán en los siguientes, aun cuando el libro como tal desaparezca de su forma actual, se mimetice o simplemente se transforme como lo hizo desde su aparición en el horizonte de la humanidad.


El libro ha sufrido una evolución permanente que implicó una revolución cuando el viejo Johannes Gutenberg inventó la imprenta de tipos móviles y reemplazó los viejos libros de la antigüedad escritos por copistas en piel y pergaminos, por los libros modernos que en sus versiones perfeccionadas hoy conocemos para nuestro beneplácito. Hoy, la tecnología de estos tiempos amenaza al libro con la extinción o su reemplazo por otros artilugios. Es por todo lo anterior que ante el nuevo imperio de la digitalización, irrumpe la profecía del Nobel Mario Vargas Llosa, quien sostiene que frente a esta amenaza que declara la obsolescencia del libro impreso, afirma desde una posición de resistencia que “El libro de papel no va a desaparecer enteramente, como dijo Bill Gates. Siempre habrá un sector minoritario, casi clandestino, que va a mantener el libro de papel”. Pero esta resistencia, digna de un caballero de la cultura como MVLL no será necesaria, pues aún no está escrito el momento de la historia donde debemos rendir el adiós a los libros.


El libro va más allá de la propia humanidad. Por una suerte de misterio indescifrable está ligado profundamente al mundo material e inmaterial. El maestro Jorge Luis Borges nos legó al respecto un cuento memorable “La biblioteca de Babel”, donde evidencia la compleja vinculación del libro con las leyes que gobiernan el universo, nuestro mundo y la trama intrincada de la propia naturaleza, incluida la del hombre. Nexos construidos matemáticamente a partir de los significantes y significados de lo que contiene un libro en su estructura y esencia.


Es por eso que creemos que el libro y la lectura tradicionales, que han acusado una crisis por los nuevos lenguajes de la modernidad, ha salido victoriosa pues han logrado una simbiosis con todo lo existente, y está presente en otras formas de libro y lectura, aun en aquella que prescinde del texto y se codifica en imágenes e íconos, aquellas que nuestros niños y jóvenes prefieren “leer” en lugar de los encriptados símbolos escritos que están atrapados en un simple libro. Pero somos esperanzados que el libro clásico que nos ha legado la historia moderna regresará, es más, renacerá como el fénix, cesando los amagos de esa vital agonía del libro impreso que hoy nos conmueve. Entonces y solo entonces, el supuesto de su irremediable finitud será una historia más, y será De te fabula narratur, como Horacio lo dijo, una historia que hablará de ti lector, y que por tanto, como en “La historia sin fin” el libro de Michael Ende que leía a mis hijos, se convertirá en material de un nuevo libro interminable.