viernes, 4 de marzo de 2011

"DE UN MUNDO RARO"



Sábado chico

(Para Rodrigo Alejandro)

QUÉ TIPO DE SORTILEGIO PERSIGUE LOS DÍAS DE LA SEMANA. Recuerdo que cuando niño vivía atrapado entre las angustias de los lunes y mi petit melancolía de los domingos por la tarde. Razones no me faltaban, levantarse en los inciertos inviernos limeños con frío y llovizna de calabobos los innumerables lunes de la vida escolar, y tener que meditar sobre lo irremediable de tal ritual por las tardes dominicales, cuando la vida recién se empieza a saborear y donde aún no se han disipado los efluvios del sábado por la noche. En una frase simple, se trataba de un ajuste de cuentas entre la libertad y su privación social. Nada de lo que vivíamos tan despreocupadamente en tan contadas horas del fin de semana podían compensar el encierro y la obligación de las horas dedicadas a una institución represiva y poco grata como la escuela. Pero cómo ansiábamos que llegue el timbrazo final de los viernes, de ese jolgorio consensuado y explosivo del fin de la jornada escolar. Viernes, sábado y domingo se desataban entonces como el imperio increíble del ocio más desembozado, del desenfreno adolescente (en sus límites permisibles, claro está), en el cambalache del plomo y triste uniforme por los jeans, el polo colorinche y las zapatillas, todo se tornaba parte de una misma metamorfosis, de una muda de sierpe de monte, el reemplazo breve del plumón de pajarillo en alas de rapaz, del trastoque de hábitos y sueños que acababan cual fairy tale en menos de 72 horas. Al final, arrastrando los pies y las ganas, luego del baño obligado como para sacudirnos los últimos resabios de la pereza juvenil, acostados en la cama, mirando de lejos el uniforme de nuestra penitencia colgado en exposición, cerrábamos los ojos pensando en que los próximos días de tortura pronto acabarían para dar paso a la siguiente licencia semanal con su dosis exagerada de permanencia en la cama, TV, cine, juego de pelota y playa, y si acaso se brindaba, el “tono” cumpleañero con la patota de los amigos inolvidables, pares y testigos de nuestros alborotos hormonales.


Las fiestas, quinceañeros, bautizos o santos, eran oportunidad inmejorable para refocilar la panza con bebidas y comidas gratis, pero sobre todo para espiar a las chicas del barrio y balnearios vecinos. Justo en la edad en las cuales las patitas feas, escuálidas y desplumadas, se convertían entre noches y días breves en bellos cisnes, en ese tránsito memorable y siempre sorprendente que las transforma de niña en mujer. Y esta historia se repite hasta cuando dejada atrás la vida escolar, por uno u otro motivo debemos alejarnos de la vida muelle de nuestra juventud para empezar a enfrentar los retos de la adultez. Qué difícil es partir entonces, dejamos tras nosotros años de bullicio y franca irresponsabilidad, sean los estudios en la universidad o los primeros trabajos, sentimos de manera inobjetable que nuestra vida cambio radicalmente. A punto que a veces caemos en cuenta que nuestra vida se ha convertido en el límite sensible de la ausencia y el retorno. Ausencia, de los lugares y relaciones que frecuentábamos cuando éramos jóvenes y despreocupados, y siempre en búsqueda de retorno, aun con los imposibles de retomar aquella etapa de dispendio y goce, que solo vive en el desván de lo que nos conmueve. Nunca más vi a la chica más guapa de la matinée, aquella castañita pecosa con cerquillo, de dientes de mazorca con brackets disimulados y ojos grandes sin anteojos, que reía con sinceridad perdonando nuestros inseguros pasos de baile, que se dejó tomar las manos temblorosas entre el jardincito y la calle, que nos guío también inexperta pero segura en el primer beso tibio y fresco que nos dimos, y de quien guardamos en la memoria su olor tenue a violeta y su sabor inconfundible a chicle globo. No sabemos que fue de su vida después de aquellos años, de aquellas tardes que nos encontrábamos con el pretexto de la cola del pan, y nos perdíamos entre el tráfago de la calle y el anonimato del parque del barrio contiguo. Sólo sé que crecimos y nos fuimos ausentando. Las últimas veces la vi usando unas gafas de intelectual y dentadura sin frenillos (asunto que mi lengua ansiosa se encargó de averiguar). La sentí más mujer al dictamen de mis manos que en su agitado recorrido testearon un busto más grande y firme. Pero ella también maduraba rápidamente en inteligencia y madurez emocional. Recuerdo que la escuché absorto en su firme propósito de convertirse en abogada e irse a vivir al sur junto a su tía, confesiones de invierno que le oí decir mirándome con sus ojos tristísimos, mientras besaba tiernamente su boca y acariciaba su las espigas de bronce de su cabello, mientras con anticipado sentido de la pérdida contemplaba con resignación sus caderas cada vez más definidas y rotundas, y dentro de poco también ajenas. Al final ella se marchó, asi como yo tome mi mochila y me decidí por el difícil camino de ser un joven adulto responsable de mis designios y comprometido socialmente. Trascurrió el tiempo, los años se deshojan como los árboles en otoño, y si algunas veces volví a mi viejo barrio de la infancia, de mercado palpitante y de bodega con pulpero chino y panadería de italianos, nunca supe si ella volvió por estos lares, ¿Chi lo sa? Tal vez con el cielo de años que ahora nos separan debo imaginar que ahora ya es madre de hijos de casi la misma edad de cuando me dio a guardar su pañuelo estampado con su beso de sherry, cuando me hizo prometer que jamás le diría a nadie de nuestro romance sabatino y aceptó la sortija de fantasía y perla falsa que me dispendió mi abuela confidente. A veces me pregunto, ahora adulto, ¿dónde está ella ahora, qué será de su vida?


Pero como la vida suele ser una caja de sorpresas el día menos pensado me dé la respuesta como un rayo en medio de un cielo sereno y despejado, tal vez la vea aparecer en el lugar más impensado, algo más alta y gruesa, con el mismo cerquillo desordenado de su melena al viento, caminando muy segura de si, llamándome por mi nombre y sonriéndome con sus dientes albos en medio de su traje sastre de cuidado corte, y con sus ojos grandes diciéndome que me veo bien, y que ella también hace lo que puede para seguir conservando ese su aire cándido y feliz. Y tal vez me pregunte si no lo he reparado hoy es viernes, sábado chico, como los vividos antes, y que es momento de tomarse un buen café o una copa de vino, para empezar a vivir nuevamente… Pues la vida sigue pareciéndose a ese preludio colegial que esperábamos todas las semanas, apenas escuchado el timbre final de las clases, saliendo a trompicones entre el estrépito jubilar de miles de gargantas juveniles, huida perfecta hacia nuestra privada libertad, aun a costa del estropicio impenitente, de la alegre muchedumbre que brotaba cual río desbordado, cual bandada frenética de aves surgidas en medio de las rocas donde rompen las olas, en la ciudad donde se empezaba por despuntar la tarde entre las luces de los postes de alumbrado y de los autos, que se anunciaba indetenible en los taciturnos flecos del sol cómplice que bañaba los patios de todos los colegios, de todos los viernes, de todos los años, de todos los mundos.